Por Jorge Raventos
En la madrugada del viernes 11, la Cámara de Diputados consumó, sobre la base de un trabajoso pero ampliamente mayoritario acuerdo entre sus fuerzas políticas principales, la aprobación del convenio con el FMI para refinanciar la deuda contraída por el país en el año 2018.
El gobierno consiguió ese voto mayoritario con la vital ayuda de los bloques opositores. Juntos por el Cambio -el mayor de ellos- pudo contener las tendencias más duras (“los halcones”) y solo sufrió la indisciplina de un par de anarquistas de derecha que, después de haber vituperado hasta allí la posibilidad de votar junto al oficialismo, consideraron una claudicación hacerlo y optaron por el silencio y la ausencia.
La hora de la verdad
En las filas oficialistas, como se podía prever, los sectores de la galaxia K decidieron subrayar su divergencia con el proyecto impulsado desde el gobierno y el máximo guía de La Cámpora (y ex jefe del bloque del Frente de Todos) dio el ejemplo, primero ausentándose a la hora de dar quórum y finalmente votando en contra después de jugar toda la jornada al oficio mudo.
Aunque no todos los miembros de su organización comparten su postura (Wado de Pedro, el ministro de Interior, después de visitar en España al cineasta Pedro Almodovar, proclamó que “el acuerdo con el Fondo evita la catástrofe y es el comienzo de la solución”), Máximo Kirchner consiguió la obediencia de todos los diputados de su club y la adhesión de otros que, con cierta autonomía, comparten su mirada del mundo. Coleccionó así 34 votantes por la negativa que suscribieron, a posteriori un documento que despelleja el acuerdo, profetiza su fracaso (e implícitamente advierte su voluntad de frustrar las medidas tendientes a ponerlo en práctica).
Una semana atrás señalábamos aquí: “Que el acuerdo supere la prueba del Congreso a través de una convergencia práctica entre sectores moderados del oficialismo y la oposición representaría un éxito para el país y también un revés para los intransigentes de ambas coaliciones”.
En el campo opositor, la furia intransigente que exhortaba a no prestar ayuda para la aprobación del convenio con el Fondo (“que el gobierno junte sus propios votos”) fue neutralizada por los sectores moderados de la coalición -principalmente el radicalismo que preside Gerardo Morales y la Coalición Cívica conducida por Elisa Carrió, astuta estratega, y el bloque Evolución que orienta Martín Lousteau, convencidos de que esa fuerza plural y con capacidad competitiva no podía suicidarse convirténdose en cómplice de un default con el FMI. “La deuda la tomamos nosotros y me hago cargo- , planteó con franqueza Morales ante el plenario de la Comisión de Finanzas de Diputados-. A veces veo algunos compañeros de mi coalición que no sé en qué están pensando, si nos toca la posibilidad de gobernar en 2023. Necesitamos tener diálogo, hablar desde la política y desde las fuerzas más importantes. ¿Cómo no inventaron una vacuna para los intolerantes?”
Oídos receptivos y oídos sordos
El sector más reflexivo de Juntos por el Cambio consiguió prevalecer sobre los pujos más confrontativos y finalmente logró que el Pro en su conjunto se inclinara en ese sentido. La oposición se acreditó así un logro que se destaca más ante la fractura oficialista: pudo conseguir sus objetivos manteniendo la disciplina interna.
Sorprendió, en ese sentido, el desmarque de Ricardo López Murphy, que eligió el voto negativo. El había sido, junto a Carrió, el impulsor de una fórmula como la que finalmente prevaleció; sin embargo en esta ocasión pareció priorizar una especulación electoral: temió que su electorado se deslizara hacia la postura recalcitrante del sector “libertario” (Milei, Espert), vociferante propagandista del voto negativo.
El diálogo requiere oídos receptivos, capacidad para comprender las necesidades de cada uno de los actores para poder blindar puntos de acuerdo sin obstruir el proceso con cuestiones no prioritarias.
El presidente de los Diputados, Sergio Massa, lo resumió acertadamente: “Cuando uno busca trabajar en un acuerdo, todos ceden algo (…) Tenemos que aprender que hay temas que hacen a la identidad de cada espacio y hay que respetarlos, pero tenemos que tener la capacidad de estar cohesionados y de trabajar juntos”.
Massa siempre formó parte, dentro del oficialismo, de una corriente francamente favorable al acuerdo, en la que también pueden incluirse figuras como el jefe de gabinete, Juan Manzur, el secretario de asuntos estratégicos, Gustavo Béliz, el ministro de Agricultura, Julián Domínguez o el embajador en Estados Unidos, Jorge Argüello.
Con ese background, Massa tomó con mucha fuerza la misión de conseguir una aprobación con una mayoría significativa en la Cámara que preside. Conciente de que uno de los obstáculos se encontraba dentro del propio bloque oficialista y de que los votos propios no alcanzaban para lograr el objetivo, se dedicó a sumar el apoyo de la oposición.
Se apoyó, naturalmente, en el sector moderado de Juntos por el Cambio, en primer lugar -aunque no sea miembro de la Cámara- en la influencia de su buen amigo político Gerardo Morales. Inmediatamente después de la aprobación del proyecto, Morales felicitó a los diputados de su coalición y también “al presidente de la Cámara, que fue el gran articulador político de estos acuerdos”.
La acción de Massa fue incluso más allá de la cámara que preside: instó a los actores económicos (grandes empresarios, cámaras, banqueros) a que se hicieran oír por líderes opositores que de a ratos caían bajo el influjo de los halcones.
Que una voz sumamente discreta y enormemente respetada en la UCR como la del legendario Enrique Nosiglia haya roto esta semana décadas de silencio de radio para recordar en el programa de Carlos Pagni que la responsabilidad política convertía en una obligación votar por el acuerdo y evitar el default no es un detalle irrelevante: denota la urgencia del momento y la magnitud de las fuerzas interesadas en atravesar rápidamente esta emergencia.
Massa y el nuevo jefe del bloque oficialista, Germán Martínez, conversaron y negociaron agotadoramente con los presidentes de los diferentes bloques no oficialistas (no solo los que se articulan en Cambiemos, sino también los que responden a Florencio Randazzo y Graciela Camaño, los federales donde convergen legisladores de varias provincias, etc.). De esa retahila de negociaciones, en las que se recogían propuestas de nueva redacción de párrafos y discusiones conceptuales más intensas, había que anoticiar a partes interesadas que no estaban sentadas en esas tenidas, desde los técnicos del Fondo hasta el Presidente Alberto Fernández.
En definitiva, el eje del consenso se centró en un proyecto unificado que divorció los puntos 1 y 2 de la propuesta oficial elaborada por Martín Guzmán: borró el artículo 2, que alojaba los memoranda económico y técnico para su aprobación tal como el ministro acordara en Washington, y en el artículo 1 fruto del consenso habilita el acuerdo de facilidades extendidas y autoriza al poder ejecutivo a suscribir “los instrumentos necesarios para dar cumplimiento”.
De ese modo el oficialismo garantizó el amplio apoyo obtenido por el proyecto (que es lo que deseaba el Fondo) y la oposición dejó sobre las espaldas del gobierno la responsabilidad exclusiva en la selección y eficacia de los instrumentos.
Con ese contrapaso, el gobierno consiguió un éxito, aunque refutó en los hechos la insistencia de Guzmán en evitar el divorcio de los dos puntos, con el argumento de que esa redacción “era indispensable” para que el acuerdo saliera. El presidente de los diputados consultó en Washington si la redacción congeniada con la oposición implicaba algún obstáculo para el Fondo y la respuesta fue negativa. Guzmán (a esa hora en Huston, Texas) debió resignarse. Como dijo Massa: “Todos tenemos que ceder algo”.
El presidente del Frente Renovador emerge de este capítulo con las pilar políticas muy recargadas.
Las divergencias insalvables
Un mes atrás, anticipábamos en esta columna: “El acuerdo con el Fondo -llave para evitar un default que empujaría al país a la condición de paria- ha empezado a establecer un nuevo eje de reagrupamiento del oficialismo y del sistema político, que está en pleno desarrollo y que tendrá consecuencias en la configuración de opciones para 2023.”
En esa nueva configuración empiezan a distinguirse comportamientos diferenciados. Por ejemplo, un sector del peronismo no kirchnerista (el círculo que rodea al Presidente e insiste en impulsar el “albertismo”) empieza a modificar su actitud ante el camporismo. Si hasta hace unos días se esforzaba por maquillar las divergencias, en vísperas de la votación en la cámara baja -según indica el bien informado sitio web La Política on Line-
“le sugieren al presidente que si La Cámpora vota en contra del acuerdo con el FMI, rompa con el kirchnerismo y cambie el gabinete (…) Le pidieron al presidente que aproveche la insubordinación y rompa con la organización del hijo de la vicepresidenta (…) apuntan también a las cajas manejadas por La Cámpora, en especial el PAMI y la Anses”. Según aquel medio, los albertistas insisten en que “Alberto tiene que mostrar autonomía porque de lo contrario se le hará cuesta abajo el resto del mandato”. Más vale tarde que nunca. Más de un mes atrás, esta columna señalaba: “Las urgencias de la crisis y la necesidad de poner en marcha el acuerdo con el Fondo (versus la idea de bloquearlo, que difunden los amigos del cristinismo) insinúan un momento de definición existencial que no se resuelve con banderas blancas”.
Otros sectores del peronismo también van tomando distancia de la galaxia K. Incluso la base social sobre la que el cristinismo se apoya (los sectores más vulnerables del Gran Buenos Aires, especialmente en el segundo y tercer cordón del conurbano); allí el respaldo a la vicepresidenta decae. Aunque -según encuestas- sigue en algunas municipios superando el 50 por ciento de opiniones favorables, pero esas cifras son menores de las que mostraba en el pasado más lejano y también en el más reciente.
Después de desnudar su carácter minoritario entre los diputados del Frente de Todos, la galaxia K se apresta ahora a confirmar que también es minoría en el oficialismo del senado, la cámara que preside la vicepresidenta. El acuerdo será aprobado (también con ayuda opositora) y la mayoría de los senadores del Frente de Todos votará positivamente. Hasta ahora el kirchnerismo amenazaba con fuerzas pasadas, que sus opositores elegían exagerar y sus aliados internos temían enfrentar. De noche todos los gatos son pardos. Cuando se encienden las luces la realidad luce diferente.
La oposición, como está visto, busca trabajosamente un camino de moderación, aunque debe lidiar con el hecho de que su figura hasta ahora dominante, Mauricio Macri, cuenta con mucho respaldo del corte electoral más intenso de Juntos por el Cambio pero recauda mucha resistencia en el resto de la sociedad. “No sería un candidato competitivo fuera del electorado cambiemita – resume un analista próximo a la coalición-; y le resultaría muy difícil aceptar que para gobernar se necesita una base amplia y propensión a negociar acuerdos de gobernabilidad. El parece convencido de que falló por culpa de los que le aconsejaban gradualismo y acercamiento con el peronismo”.
Una vez superada la amenaza del default, queda aún casi todo por resolver: inflación, crecimiento, superación de la pobreza, fortaleza y eficiencia del Estado, seguridad. La gobernabilidad requiere una base amplia de representatividad, acuerdos, capacidad de diálogo y una autoridad fuerte y legitimada para tomar decisiones en momentos cruciales. Los intolerantes se autoexcluyen de ese perfil. Los moderados, que empiezan a transitar el camino del acuerdo, deben probarse aún en varias materias. De aquí al 2023 habrá varios exámenes.